Jesús Silva-Herzog Márquez/ La transición según los correctos
El discurso de la transición se ha convertido lentamente en una pequeña
ortodoxia. La transitología tiene ya todos los recursos para ser un
sitio de descanso: un canon de "clásicos" de la disciplina, clubes,
institutos y revistas, becas, coloquios.
Jesús Silva-Herzog Márquez
En la última década se ha ido redactando en México el Manual del
perfecto demócrata. Es un sencillo y claro instructivo que muestra los
deberes y los permisos para mantener una conciencia satisfecha en estos
tiempos de confusión. Una guía para encarrilar el pensamiento y la
actuación hacia la provincia acolchonada de lo políticamente correcto.
Una de las aportaciones más benéficas de este código de los correctos a
la vida nacional es que nos evita la molestia de abrir los ojos y
enredarnos con la fastidiosa y escurridiza realidad.
El discurso de la transición se ha convertido lentamente en una
pequeña ortodoxia. En este fin de siglo mexicano es el camastro de la
flojera intelectual. La transitología tiene ya todos los recursos para
ser un sitio de descanso: un cánon de "clásicos" de la disciplina,
clubes, institutos y revistas, becas, coloquios y apapachos de los
colegas. El cuestionamiento de hace unos años ha desembocado en
conformismo. La crítica ha terminado en cantaleta militante: la duda se
hizo matraca. Vale la pena armarse de alfileres para pellizcar esos
globos del nuevo dogmatismo. Cuestionar, pues, el coro de los
correctos.
El diagnóstico. México es y sigue siendo un régimen autoritario.
Los cambios que ha habido en la política nacional durante los últimos
tiempos son cambios epidérmicos. Que haya nuevas instituciones, que las
elecciones sean competidas, que la alternancia se convierta en
experiencia en amplios espacios del país es realmente irrelevante. Al
parecer, los correctos están infectados de un virus esencialista. El
mundo de la política está poblado por sistemas herméticos. Así, el
objetivo es cambiar la esencia del régimen, transformar la médula del
sistema político. El eslogan basta como argumento: necesitamos un
cambio de régimen no un simple cambio en el régimen. Nada cambia,
entonces, si no cambia todo. Si algo sucede antes del Gran Evento, será
anécdota, preparativos de la resolución definitiva.
El tiempo. Los correctos viven con la ilusión de cortar el tiempo
con una navaja; sueñan en un instante fundador que marque la escisión
de los tiempos. Un filoso antes y después. Esta ilusión de romper el
calendario es quizá un coletazo de nuestra tradición revolucionaria.
Los correctos observan la política con apetito dramático. Gritan en
toda ocasión la inminencia del Fin. Las fanfarrias del primer lunes de
la democracia mexicana resuenan en su mente. Gradualismo es, por
supuesto, una palabra indecente, tiene aires de complicidad con el
régimen.
Alternancia. No hay democracia sin derrota del PRI. Es que, según
el nuevo catecismo, la oposición goza del monopolio de la política
legítima. El gobierno y el PRI están irremediablemente marcados por las
vergüenzas del autoritarismo. Así, de manera no muy velada, los
correctos nos informan que hay dos clases de votos: votos democráticos
y votos de miedo, votos comprados, votos indignos. Los deseos impuestos
como exigencias. Los correctos defienden así una rara idea de la
democracia. Democrático es el resultado que satisface mis prejuicios,
no el proceso que se ajusta a las reglas de la competencia. Es
importante reconocer que la alternancia es necesaria para acceder a un
régimen democrático. Pero debemos entender la alternancia como
posibilidad de que pierda el que antes ganaba. No como la exigencia de
que pierda. Si tomamos en serio el proceso democrático, hay que aceptar
que la decisión debe estar en manos del electorado. Que, a fin y al
cabo, la democracia es el derecho de que la gente decida quién
gobierna, aunque nos parezca una equivocación.
Voluntad. Otro extenso capítulo del manual se refiere a la
"falta-de- voluntad-política". De acuerdo al "pensamiento recto" de
nuestros demócratas, México no ha llegado a la democracia porque el
Señorpresidente no ha querido. Herederos de la cosmovisión jacobina y
de la cultura presidencialista, los correctos están convencidos que el
mundo de la política es barro que el político moldea libremente. La
política es una hoja en blanco y podemos escribir en ella cualquier
cosa. Por ello seguimos atorados: el Poder no quiere la democracia. Con
ganas viviríamos en el edén democrático.
Ley. No hay correcto que no cante a la ley sin recomendar su
pisotón. Las virtudes del Estado de derecho son reconocidas por todos
ellos. Sin embargo, se acepta dócilmente que aún no es tiempo para
vivir bajo sus rigores. Se cuestiona la ilegalidad que expresa la
vocación autoritaria del régimen y, al mismo tiempo, en la misma frase,
se exige la negociación por encima y por afuera de la ley. La legalidad
es para después; ahora podemos seguir montados en el hábito del
chantaje y con el consuelo de nuestras nobles intenciones. La causa
democrática es suficiente razón para torcer el molde jurídico. Ahora la
negociación, la ley luego.
La sociedad civil. En el discurso políticamente correcto la
sociedad civil es el alma de la democracia y idolito de la transición.
El correcto es un entusiasta adulador de la sociedad civil. En un
tiempo en que difícilmente podría hablarse de "El pueblo" como sujeto
político, los correctos invocan constantemente a la "sociedad civil",
como su patrono. Con una candidez admirable se llaman representantes de
la sociedad civil y hablan en su nombre: "Yo, la sociedad civil". Lo
preocupante es que lo dicen seriamente. Los he visto. Me resulta
increíble, pero no sonríen cuando dicen una y otra vez: la sociedad
civil quiere tal cosa; la sociedad civil está indignada por esto y lo
otro. El perfecto demócrata mexicano debe tener bien puesta la camiseta
de la sociedad civil. Los partidos están bajo sospecha. Por ello lo que
importa es construir estructuras por encima de los partidos y por
debajo de ellos: alianzas suprapartidistas y clubes políticos que no
tengan la mancha de la institucionalidad, que no estén contaminados por
la ambición.
Para descifrar el país que tenemos enfrente necesitamos renunciar
al confort del discurso democráticamente correcto. Empezar a reconocer
la democracia emergente. Una democracia que, con su característica
opacidad, empieza a cubrirnos. Sin excitantes gestas, sin preludios
wagnerianos, sin nítidos dobleces, empieza a ser.
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