Luis Rubio/ De 1994 a 1997

  Con el fin de 1994 se vino al suelo la noción de que la construcción de
  un país moderno se puede llevar a cabo desde arriba. A partir de
  entonces, por casi tres años, los mexicanos hemos tenido que enfrentar
  la dura realidad de tener que construir los cimientos del futuro sin
  planos.

  Luis Rubio

       Tres años llenos de convulsiones están por llegar a su fin. Las
  elecciones de agosto de 1994 marcaron el inicio de una nueva era en el
  país, abriendo una verdadera caja de Pandora. Meses después concluía un
  sexenio lleno de cambios y promesas de transformación que, a final de
  cuentas, no pudieron ser íntegramente cumplidas. Hubo avances
  fundamentales, pero que no llegaron a cuajar. Más bien, con el fin de
  1994 se vino al suelo la noción de que la construcción de un país
  moderno se puede llevar a cabo desde arriba. A partir de entonces, por
  casi tres años, los mexicanos hemos tenido que enfrentar la dura
  realidad de tener que construir los cimientos del futuro sin planos.
       Estos tres años han sido por demás complejos. Se iniciaron con el
  choque entre las promesas gubernamentales de cambio político y la dura
  realidad económica. En el momento en que fueron planteados, los
  objetivos políticos de acotamiento constitucional del poder
  presidencial y de construcción por consenso de una nueva estructura
  institucional eran no sólo encomiables, sino alcanzables. También
  parecía viable la noción de que la industria se iría ajustando a las
  condiciones impuestas tanto por el conjunto de factores negativos que
  las crisis de los setenta y ochenta habían producido -inflación,
  sobreendeudamiento, etc.-, como por las reformas de la segunda mitad de
  los ochenta y primera de los noventa: desregulación, privatizaciones y
  apertura a las importaciones. Los resultados electorales de agosto de
  1994 confirmaban que la población podía no estar plenamente satisfecha
  con los resultados, pero veía un rayo de luz en el horizonte.
       La devaluación de diciembre de 1994 acabó por dar al traste con
  todos esos conceptos. La reforma política pasó a segundo plano, toda
  vez que la apremiante situación económica desvieló las prioridades
  gubernamentales. Por su parte, la economía mostró, como nunca antes, su
  división en dos grupos: uno que súbitamente comenzó a evidenciar la
  fortaleza intrínseca de una buena parte de la industria mexicana, que
  no perdió el tiempo en los ochenta y tempranos noventa, sino que se
  dedicó a volverse competitiva; y el otro, en el que se encuentra el
  resto de la industria nacional, que nunca se percató de qué tanto había
  cambiado el país en ese periodo y que ahora está pagando el enorme
  precio de su rezago.
       Habiendo perdido la posibilidad de llevar a cabo una reforma
  trascendental de la política mexicana como era su propósito inicial y
  sumido en el drama de una complejísima y costosísima reestructuración
  de las finanzas públicas, el gobierno optó por lograr lo posible. Así
  lo hizo en el tema de la reforma política. Luego de dos años de
  intermitentes e interminables negociaciones entre el gobierno y los
  partidos políticos. Se conformó en paquete legislativo conteniendo
  importantes avances en materia electoral. En el camino quedaron
  abandonados los sueños de una reforma política integral (que habría
  abarcado, según la agenda acordada, desde el federalismo hasta los
  medios de comunicación y desde los temas electorales hasta la libertad
  de expresión). Para fines de 1996 se había concluido, aunque con
  raspones en el cierre, la reforma electoral. Quizá más importante,
  mientras esos últimos detalles cobraban forma, el gobierno enfrentó,
  más allá de rumores, los primeros llamados de atención a su propia
  capacidad de gobernar hasta el fin de su mandato de la XVII Asamblea
  del PRI y luego en las elecciones municipales en los estados de México
  y Coahuila.
       Ambas circunstancias marcarían la redefinición en el estilo y
  formas de gobernar que el propio gobierno hizo de sí mismo. Para el
  aniversario del PRI a principios de marzo, el Presidente había asumido
  el papel histórico de líder y había logrado forjar los apoyos
  necesarios para poder gobernar sin limitaciones. Más importante, los
  priístas acabaron por ver en el Presidente a la figura que les haría
  salir adelante de su crisis existencial. El arte de lo posible, como
  dicen los políticos, había llevado al reconocimiento, por ambas partes,
  de los límites que imponía la situación del país. La gran interrogante
  es si estas redefiniciones habrán de alterar la naturaleza del gobierno
  o la realidad cotidiana de los mexicanos.
       Estas preguntas no son irrelevantes. El estruendoso fin del
  sexenio pasado; la falta de capacidad de la economía para crear puestos
  de trabajo en la medida de la oferta laboral y la realidad, buena y
  mala, de la industria mexicana, demuestran que las transformaciones que
  el país tiene que experimentar no van a venir de la sagrada providencia
  ni serán producto de algún milagro, incluidos los gubernamentales.
  Estas tendrán que provenir del trabajo y esfuerzo de cada uno de los
  habitantes del país y de los cambios conceptuales (y, por lo tanto,
  legales) que los hagan posibles. Las empresas que están prosperando no
  lograron su éxito actual cruzadas de brazos; más bien, han tenido que
  trabajar arduamente para convertirse en verdaderos portentos de
  productividad y capacidad competitiva. Lo mismo tendrá que ocurrir con
  todas las demás empresas y con todos los demás mexicanos en todos los
  ámbitos (lo que seguramente sólo será posible si es que se resuelve el
  problema educativo y la falta de capacitación). Por ello, es pertinente
  dilucidar si el acercamiento entre el gobierno y el partido va a venir
  acompañado de un nuevo intento de emprender, desde arriba, otra
  transformación de todo lo que hay en el país.
       La pregunta es relevante porque quizá el mayor mal que enfrenta el
  país es el que se deriva del hecho que éste se intenta reinventar cada
  seis años. En lugar de lograr continuidad en los programas
  gubernamentales, cada gobierno acaba cambiando las reglas del juego y,
  en general, la esencia de la vida económica, política y social. Cada
  redefinición arroja perdedores y ganadores, resentidos y agraciados. En
  su conjunto, las redefiniciones acaban paralizando al país porque nadie
  sabe a qué atenerse, porque lo que era válido súbitamente deja de serlo
  y porque los intentos persistentes por proteger a algunos acaban por
  descarrilar a la mayoría. Aunque este problema es general para toda la
  vida nacional, en la economía es particularmente notorio: la mayor
  parte de las empresas que se encuentran en problemas lo están
  precisamente por haber vivido protegidas y subsidiadas, sin la
  necesidad de atender a las señales del mercado o de ajustarse a la
  cambiante realidad. En otras palabras, sobrevivieron sin la necesidad
  de esforzarse.
       Por tres años, el gobierno ha tenido que lidiar con la mayor
  crisis del México moderno. La complejidad de los problemas que se
  enfrentaron alteraron la manera de funcionar del gobierno y su relación
  con la sociedad. Por primera vez en nuestra historia reciente, ha sido
  la sociedad -en todos sus ámbitos- la que ha tenido que encarar y
  resolver sus problemas. Aunque el gobierno ha ido respondiendo con un
  programa aquí y un plan allá, la realidad tangible es que la iniciativa
  fue pasando poco a poco a los empresarios, a los endeudados, a los
  partidos políticos. Si uno ve el mundo a nuestro alrededor, nos
  percatamos de que, como país, súbitamente llegamos a lo que en el mundo
  en general ha sido la historia cotidiana del siglo XX. Quizá hubiese
  sido mejor llegar sin crisis de por medio, pero el hecho es que la
  crisis de 1994 nos ha obligado a actuar más allá de lo que el gobierno
  puede alcanzar. Por ello, si la reciente redefinición gubernamental va
  a entrañar un intento por retornar a las decisiones de arriba hacia
  abajo y a los intentos de imponer un estilo temporal (de antaño) de
  administrar la economía, entonces estos tres años de convulsiones no
  habrán servido para nada. Si, por el contrario, la redefinición
  gubernamental no es más que una necesaria reconciliación o acercamiento
  entre el gobierno y su partido para poder ejercer sus funciones y
  llevar a cabo sus programas, bienvenida sea.

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