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Sistemas contra idiotas

 Cecilia Soto

 Para Gilberto Rincón Gallardo, quien sigue haciendo camino al
 andar.

 Cuando se trata del manejo de materiales radioactivos, el diseño
 industrial exige sistemas de seguridad que tomen en cuenta el
 llamado "factor humano": cansancio, estrés, distracción,
 borrachera, enfermedad súbita, pánico, fantasías eróticas
 inoportunas, etc. Así, en una central nucleoeléctrica se habla de
 sistemas de seguridad múltiples, programados para entrar en acción
 ante la eventualidad de que el operador se haya equivocado (por lo
 menos ésa es la normatividad en Occidente; el diseño de Chernobyl
 suponía que las fallas humanas no existían de ese lado del mundo).
 Por eso se habla de "sistemas contra idiotas" o "foolproof".

 El equivalente de este mecanismo en el sistema político que
 intentamos jubilar es la cláusula de no reelección presidencial. A
 falta de contrapesos efectivos de los otros poderes, es decir, de
 sistemas de seguridad eficientes frente a las fallas del Ejecutivo,
 la República protege a sus ciudadanos limitando a seis años, ni un
 día más, el periodo de ejercicio real del poder presidencial.
 Muchos son los síntomas que evidenciaban que esta válvula no era
 suficiente pero basta citar una para demostrar su insuficiencia: la
 pasmosa precisión con la que desde 1976 se repiten, cada vez más
 dañinas, las crisis económicas de final de sexenio.

 Con su voto, la ciudadanía buscó remediar esto al crear las
 condiciones en las elecciones pasadas para que una mayoría distinta
 a la del partido en el poder llegara a la Cámara de Diputados.
 Pero, ¿cuál es el "seguro contra idiotas" que nos garantiza
 gobernabilidad, eficiencia y atención a las demandas del ciudadano,
 dentro del Poder Legislativo? Para decirlo de otra manera, dado que
 los legisladores y legisladoras son tan humanos y frágiles como los
 operadores de centrales nucleares, ¿qué mecanismos se han previsto
 que estimulen el comportamiento responsable y prevengan el
 desempeño indeseable?

 Bien vistas las cosas, los únicos mecanismos que han quedado son el
 voto popular y la influencia crítica de la opinión pública a través
 de los medios de difusión. La simpatía ciudadana se ha mostrado
 volátil y en los últimos dos años ha cambiado repetidamente el
 sentir de su voto. La porción del llamado "voto duro", que se
 consideraba patrimonio seguro de los partidos políticos, es cada
 vez más reducida y el desarrollo de las campañas, la imagen de los
 partidos y la selección de los candidatos cuentan cada vez más. Los
 legisladores perciben el impacto electoral potencial de su
 desempeño y algunos son sensibles a ello. Pero debido a la
 imposibilidad de la reelección consecutiva de diputados y
 senadores, la influencia del voto popular más que beneficiar a los
 legisladores, fortalece a la burocracia de los partidos.

 La prohibición de la reelección consecutiva obliga al legislador a
 cortejar a los dirigentes de su partido, quienes influirán para una
 futura candidatura o posición política, y a olvidarse de sus
 electores. Por el contrario, la reelección legislativa consecutiva,
 incluida en la Constitución de 1917 pero derogada en 1932,
 obligaría al legislador a cultivar a su electorado, a estar atento
 a la opinión pública y a desarrollar cierta fortaleza regional que
 lo beneficiaría a él o a ella, y le fortalecería frente a la
 burocracia partidaria. Bajo esas condiciones, el partido le
 necesita y él o ella necesitan al partido.

 Sin ése y otros mecanismos que obliguen y estimulen al legislador a
 cumplir cabalmente con su función, estaremos alentando el
 nacimiento de una partidocracia, con el inconveniente adicional de
 que los tres partidos principales llegan maltrechos, débiles o
 inmaduros a este momento crucial. Ya hemos visto los primeros
 síntomas de ello en el espectáculo mediocre que han brindado los
 legisladores en el primer mes de instalada la Cámara: una glosa
 superficial y de trámite del Tercer Informe y la rebatinga
 fragorosa por la presidencia de las comisiones.

 La situación tiene otra arista problemática: si vamos a acotar a la
 Presidencia por medio de un Congreso gobernado por los apetitos de
 los partidos, vale la pena preguntarse qué tanta estabilidad ofrece
 el triángulo que nos arrojó el 6 de julio. La dificultad para echar
 a andar la vida institucional de la Cámara es un indicio de que el
 triángulo PRI-PAN-PRD pudiera ser equivalente, políticamente, a un
 triángulo de las Bermudas, altamente inestable.

 El detonador de esta inestabilidad provendría sin duda del binomio
 PRI-PRD. Ello se muestra en forma transparente en las encuestas
 elaboradas a la salida de las casillas electorales. A la pregunta
 "¿por cuál partido nunca votaría?", los simpatizantes del PRI y del
 PRD responden aniquilándose mutuamente, mientras que ambos se
 expresan en forma ambigua con respecto al PAN. Y esto es
 comprensible: la corriente tricolor que desde 1988 aumenta la
 militancia del PRD se comporta, como diría Krauze, con la furia
 antipriísta del nuevo converso. Y en el PRI, se mira al PRD con
 fascinación y odio. El PAN, que podría representar un factor de
 equilibrio, anda en busca de la identidad perdida y de una
 explicación no demasiado dolorosa, porque no quiere escuchar la
 verdad, a las cifras del 6 de julio.

 Por supuesto, el mayor factor de inestabilidad potencial en el
 triángulo PRI-PAN-PRD corresponde al primero. El PRI practicaba y
 practica cierto tipo de democracia: la democracia peticionaria. El
 cemento que unía a muchas de sus organizaciones sociales y cuadros
 de base era su capacidad de petición y gestión ante la autoridad,
 que casi siempre era priísta. El triunfo proveía el elemento
 aglutinador desde la lideresa de barrio hasta a los aspirantes a
 gubernaturas, y permitía el reparto de posiciones que alcanzaban
 para mitigar la irritación de las corrientes desplazadas. Ahora que
 el estímulo del triunfo parece esfumarse, el PRI corre el peligro
 de convertirse en un gigante con pies de barro. A nadie, ni a la
 oposición, conviene una caída estrepitosa.

 En pocas palabras, los electores y ciudadanos no podremos
 refugiarnos en la ilusión de que nuestro trabajo terminó cuando
 votamos el pasado 6 de julio. Un sistema de partidos inmaduro e
 inestable y un Poder Legislativo sin los mecanismos de seguridad
 que lo obliguen a responder al electorado más que a los intereses
 partidistas, requieren de una vigorosa intervención ciudadana. El
 único "seguro contra idiotas" somos nosotros.