Acción Nacional, ese conocido
Jesús Silva-Herzog Márquez
Mientras más necesita México del PAN, éste se encoge más. Mientras
el país reclama con urgencia un partido moderno en el flanco derecho
del escenario político, Acción Nacional ofrece una organización
provinciana, políticamente torpe y, en ocasiones, francamente arcaica.
Soledad Loaeza escribía hace un año un artículo en Nexos con un título
que éste imita. "Acción Nacional, ese desconocido", decía la académica
que con mayor seriedad ha estudiado al partido fundado por Manuel Gómez
Morín. El PAN era algo así como un familiar decente y bien vestido que
nos encontrábamos en las fiestas, pero que no sabíamos bien a bien
quién era. Había mitos sobre el PAN, pero muy poca información sobre el
PAN. Ahora sabemos mucho más del señorito. Acción Nacional es un
partido que ya paga los costos de ser gobierno; sus palabras han dejado
de ser pintura sobre las bardas y consignas en las pancartas: ahora son
bandos, reglamentos, discursos de autoridad; sus hombres y mujeres no
son testigos marginales de la política mexicana, no son mártires de la
resistencia democrática; las figuras del panismo están en el corazón de
la política mexicana, son corresponsables ya de los usos y abusos del
poder.
La leyenda del PAN empieza a ser suplantada por el autorretrato
del PAN que los panistas nos ofrecen todos los días. Hay que decir que
la peor defensa del PAN la están haciendo los panistas que dirigen a
ese partido, los panistas que gobiernan, los panistas que hacen campaña
por los mercados públicos y las universidades. Por sus declaraciones y
sus reglamentos empezamos a conocer a ese pariente que durante muchos
años ignoramos. Hay elementos que preocupan. No pretendo desconocer sus
virtudes y retratarlo con colores tenebrosos. Ciertamente se trata de
un partido democráticamente institucionalizado. Sin duda, es el más
maduro en ese terreno. Es también un partido con cuadros políticos que
ya tienen una valiosa experiencia legislativa y de gobierno. Pero
también hay elementos inquietantes que se acumulan.
Hay un bloque panista que considera que es función del gobierno
regular la virtud. En consecuencia, será función de las autoridades el
definir cuál es el largo de las faldas que deben usarse, proscribir el
lenguaje procaz de los estadios de futbol, o vigilar las expresiones
artísticas para cuidar que sean compatibles con el sentido del decoro
de la comunidad. Más recientemente, el alcalde de Guadalajara decide
que los tapatíos deben estar en su casa antes de las 10 de la noche. El
alcalde César Coll confunde, como muchos de sus compañeros panistas, la
ciudad con un internado para señoritas.
La acumulación de ejemplos de intolerancia ha dejado de ser una
mera anécdota. No se trata de una campaña orquestada por el gobierno.
Es un problema real y profundo del PAN que, sin embargo, no ha sido
reconocido como tal por la dirigencia de ese partido. La dirección del
PAN ha metido la cabeza en la tierra para negar lo evidente: hay en el
panismo un núcleo duro de mojigatería que constituye el más serio
obstáculo para que ese partido se convierta en una opción nacional
moderna. Es el costo de haber retrasado el debate cultural al interior
del panismo, el costo de barrer esos asuntos incómodos debajo de la
alfombra.
La marcha hacia el centro que ofreció Felipe Calderón al acceder a
la presidencia de su partido no ha dado ni un paso. No porque no exista
un bloque moderado en ese partido, sino porque no ha tenido el valor ni
la lucidez para emprender la redefinición de su identidad. Antes un
antipriísmo antiizquierdista bastaba; ahora requiere una depuración
ideológica. Todo partido que ha estado una larga temporada en la
oposición necesita replantear su perfil ante el electorado si quiere
acceder al poder. Así los socialistas españoles que se deshicieron del
marxismo; así Bill Clinton que necesitó refrescar el discurso de su
partido para desplazar a los reaganianos; así los laboristas de Tony
Blair, para enfrentar al conservadurismo británico, han tenido que
reinventarse, tirar a la basura sus antiguos dogmas y redefinir su
vínculo con los sindicatos. Si la dirigencia nacional del PAN no libra
la batalla en contra del núcleo retrógrada, el PAN podrá seguir
avanzando en los márgenes de la política nacional, pero no logrará dar
el paso hacia el gobierno federal.
Si es reprochable la timidez del dirigente nacional del PAN para
librar la batalla interna, es también cuestionable la temeridad de su
candidato al gobierno capitalino. Carlos Castillo Peraza ha dicho que
al Estado no le compete imponer la virtud. Sin embargo, mantiene una
posición extraordinariamente ambigua. El político panista, convertido
en intelectual provocador, pretende, por ejemplo, banalizar el uso del
condón. El condón, argumentaba Castillo Peraza en un frívolo artículo
de Proceso, ensucia. Por ello, si nos importa el medio ambiente no
podemos defender el uso de esa envoltura de látex. Que salve vidas, que
prevenga embarazos no deseados es lo de menos. Un argumento semejante
se usó para condenar el derribo del muro de Berlín: era un crimen
ecológico porque ahí vivían muchos conejitos que de repente quedaron a
la intemperie. La filosofía del candidato panista es la de un culto
antiliberalismo. Así lo ratifica en cada escrito y en cada discurso:
los derechos fundamentales deben estar sometidos a los criterios
comunitarios del recato. La exhibición del arte, por ejemplo, debe
estar sujeta al juicio moral de la comunidad. Si a los vecinos no les
gusta, es válido que un alcalde clausure una exposición; es lo mismo
que clausurar una obra pública que disgusta a los vecinos. Carlos
Castillo Peraza ha sugerido, incluso, un referéndum para decidir si se
muestran o no fotografías que él considera indecentes. La muestra más
nítida de un democratismo antiliberal. Nada de John Stuart Mill, puro
Santo Tomás.