Jesús Silva-Herzog Márquez/ La otra desgracia

  Es urgente que la política mexicana se refresque. Las oposiciones, sin
  embargo, no logran dar el estirón que reclama la salud del país.

  Jesús Silva-Herzog Márquez

       Lo dijo con razón Comte: sólo se destruye lo que se reemplaza. Esa
  es la otra desgracia mexicana: no se ha constituido la alternativa. Si
  algo ha revelado esta larga campaña electoral es precisamente eso: la
  inmadurez de los posibles sustitutos. Hay dos organizaciones de respeto
  que ejercen la oposición. Pero la configuración de las oposiciones como
  relevo político nacional sigue pendiente.
       Es urgente que la política mexicana se refresque. Las oposiciones,
  sin embargo, no logran dar el estirón que reclama la salud del país. A
  ellas corresponde una enorme responsabilidad. Poco vale ahora repetir
  la excusa de la sufrida víctima del autoritarismo. Seguir echándole la
  culpa al sistema-de-partido-de-Estado del infortunio de las oposiciones
  es otra manera de confesar el infantilismo de las alternativas. La
  verdad es que el terreno es cada vez más parejo y que los tropiezos son
  culpa de quien no sabe trotar o de quien no observa el camino. Sería
  muy difícil imaginar un campo más propicio para que el antipriísmo
  recogiera los frutos del hartazgo, la falta de liderazgo, el engaño.
  Pero las oposiciones no logran convertirse en depósitos de la confianza
  nacional. Es de lamentarse porque el subdesarrollo de nuestras
  oposiciones es la medida del subdesarrollo de nuestra política.
       El PAN es la gran decepción de la temporada. Al principio del año
  chapoteaba en la arrogancia del éxito seguro. A unas cuantas semanas de
  la elección federal, las cosas pintan muy distinto. 1997 ha sido para
  el PAN una sucesión de resbalones: la inocultable ineptitud del
  Procurador, la incapacidad para responder ante las reiteradas muestras
  de intolerancia del panismo gobernante, el escándalo del ex candidato
  presidencial, la fallida candidatura capitalina.
       En el PAN de hoy encontramos una impostura lamentable: una
  organización poderosa que se disfraza de víctima. El partido que
  gobierna a uno de cada tres mexicanos ha dedicado la campaña a
  verbalizar el quejido. Ese es el saldo de la gestión de Felipe Calderón
  al frente de Acción Nacional: el PAN se ha convertido en un partido
  melindroso. Cuando podría dar el salto a la madurez, es decir, a la
  responsabilidad, regresa a su cuna. Su llorosa propaganda televisiva
  expresa elocuentemente esta patología. La dirección nacional del PAN no
  porta los orgullos de una estructura que ya es gobernante: le
  reconforta presumir el sufrimiento de décadas de oposición y se
  desgañita denunciando una terrible conspiración antipanista. Un par de
  apariciones televisivas sintetizan esta actitud. Carlos Castillo
  Peraza, en los 15 minutos peor aprovechados en la historia de la
  televisión mexicana, se dedica a lamentar obsesiva, patéticamente, la
  exclusión del debate. García Cervantes exhibe en cada palabra una
  visión política sorprendentemente rudimentaria. Denme un Congreso de
  oposición y cambiaré el mundo. El resumen es claro: el PAN no proyecta
  el mensaje de ser un partido con vocación de gobierno. El síndrome de
  Diego Fernández de Cevallos: un partido clavado en la fruición
  opositora. Cuando Castillo Peraza dice en su comercial que sus sufridos
  padres le enseñaron a no depender del gobierno bien pudo haber dicho
  que le enseñaron a no ser gobierno.
       En el PRD las cosas han cambiado muy positivamente en la corteza.
  Abajo las cosas siguen muy como antes. Encuentro en la estrategia
  electoral del partido del centro-izquierda una admirable modernización.
  Uso profesional de los medios, mensaje de optimismo en sus comerciales,
  candidato que sonríe. Pero debajo de la imagen sobrevive el dinosaurio.
  El Partido de la Revolución Democrática no ha aceptado que los
  profundos cambios que ha vivido el país en la última década no han sido
  un capricho de la élite tecnocrática sino una transformación que ha
  envuelto a todo el mundo.
       Neoliberalismo sigue siendo un insulto para el perredismo. En su
  potencia de significado, la fórmula se parece más a la expresión
  "guácala" que al concepto "H2O". Pero el PRD se aferra a ella como a un
  amuleto. Ciertamente ha sido exitoso en el desprestigio de la palabra.
  El problema es que el insulto ha vendado los ojos del perredismo. Con
  la etiqueta se pueden rechazar en bloque todas las políticas de los
  últimos tres sexenios sin tener que considerar seriamente los
  condicionantes de la economía moderna.
       Lejos está el PRD del realismo de la nueva izquierda europea. El
  PRD está más cerca de Luis Echeverría que de Tony Blair. Nada lo
  vincula con el nuevo laborismo británico que logró apropiarse de los
  instrumentos y los rigores de la derecha inglesa para proyectarlos
  hacia otros rumbos. Años luz del mensaje que hace unas semanas
  pronunció Felipe González en Guadalajara. Su mensaje en la cátedra
  Julio Cortázar fue muy oportuno: si la izquierda moderna quiere
  promover la justicia social tiene que empezar por aceptar las fronteras
  económicas y tecnológicas de su actuar. Nadie puede desconocer el
  contexto internacional de la competencia económica; nadie puede ignorar
  las consecuencias de la irresponsabilidad macroeconómica; nadie puede
  controlar la fluidez electrónica del capital. Pero el PRD cierra los
  ojos y repite su cantaleta. No se ha dado cuenta que su batalla
  esencial es interna. La izquierda mexicana tiene dentro de sí a su peor
  enemigo. Para dar el salto nacional no necesita derrotar solamente a la
  nueva derecha mexicana sino a la vieja izquierda. El problema es que no
  se ven, por ningún lado, los renovadores.
       Como hemos visto en la ciudad de México, el caudillo sigue
  teniendo arrastre electoral. Pero para la renovación programática es un
  estorbo. Los problemas de México empezaron, a juicio del ingeniero
  Cárdenas, por la desviación del proyecto revolucionario. Por eso no
  logra ver muy lejos. Un día se le ocurre decir que su modelo económico
  se parece al chileno. El día siguiente se lanza en contra de las
  Afores. La voluntad política y la participación democrática todo lo
  resuelven. Lo cierto es, entre la ambigüedad y la demagogia, no se ha
  hecho nada por remontar la desconfianza que algunos sectores han tenido
  por el Partido de la Revolución Democrática. Las razones de la
  desconfianza persisten.
       Cuando el juego estaba resuelto de antemano, la crítica se
  concentraba lógicamente en nuestra primera desgracia: el autoritarismo.
  En ciertos sectores de la opinión, esto colocaba a las oposiciones
  entre algodoncitos. Criticarlas, se decía, era hacerle el juego al
  régimen. Ahora que se amplían los territorios democráticos, resaltan
  sus carencias. Difícilmente podrán superarlas si las siguen atribuyendo
  a la intervención perversa del sistema.

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